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Oración efectiva y eficaz

Algunos se preguntan, ¿por qué razón mis oraciones no son efectivas? Incluso, cuando oramos con ellos, o nos cuentan la forma en que realizan sus oraciones, encontramos que son bien elaboradas, que incluyen la alabanza, el reconocimiento de los pecados, la súplica por el prójimo, las peticiones por sus propias necesidades y la acción de gracias.

Entonces, ¿qué está fallando? Leyendo la Carta a los Romanos, Pablo explica que si bien es cierto que la metodología es necesaria, hay un componente decisivo y mucho más importante que no podemos omitir: el Espíritu Santo.

En muchas ocasiones, olvidamos invitar al Espíritu Santo a participar y actuar en cada aspecto de nuestras vidas, incluida la oración. Por tal razón, para que el Espíritu actúe, necesitamos tener a Cristo en el corazón, viviendo en nosotros como el residente más importante, al que le ofrecemos lo poco que podemos brindar. Es más: la presencia de Cristo es posible porque Dios nos ha hecho justos, es decir, nos ha dado la posibilidad y las herramientas para ser obedientes y devotos de su ley y por tal motivo, tenemos la oportunidad de ser adoradores.

Esa vida de Cristo en nosotros tiene una consecuencia inmediata: que el Espíritu Santo se radica también en nuestras vidas y actúa con todo su poder. Dice Pablo, en Romanos 8,10:”Pero si Cristo vive en ustedes, el espíritu vive porque Dios los ha hecho justos, aun cuando el cuerpo esté destinado a la muerte por causa del pecado”.

Así las cosas, ya con Cristo en nuestras vidas, y con el Espíritu Santo invitado a actuar, podemos avanzar en el siguiente paso: estar dispuestos a una nueva vida. Dios está ansioso de recibir nuestras oraciones, de bendecirnos y fortalecer nuestra esperanza, pero necesita que nosotros aportemos algo: el entusiasmo por la renovación que produce Cristo en cada aspecto de nuestro ser. ¡Qué esperanza tan gratificante! Cristo en la vida de cada uno de nosotros da nueva vida y esa certeza requiere que estemos dispuestos a asumirla, no como una imposición sino como una realidad que nos inunda de paz y alegría: Cristo en nuestras vidas es una experiencia que se disfruta en todo momento.

Es más: esa renovación ocurre porque obedecemos a Cristo, porque tratamos de seguirlo de todo corazón, porque lo adoramos con pasión. Entonces ocurre algo maravilloso, pues comenzamos a actuar como lo que somos: hijos de Dios.

De otro lado, es muy importante tener en cuenta que, al momento de orar, no nos dirigimos a un Dios prepotente y lejano, sino a un Padre que desea nuestra libertad y a quien le duele profundamente la esclavitud a la que nos sometemos, pese al sacrificio supremo de enviar a su Único Hijo para salvarnos. Prestemos atención a lo siguiente: nuestra forma de hablarle al jefe, o a una autoridad rígida e indolente, es completamente distinta a la que utilizamos para hablar con nuestro padre, pues las maneras con el jefe son rígidas, distantes, muchas veces disfrazadas de un respeto mal entendido. En contraste, la forma de dirigirnos a nuestro papá es cercana, llena de admiración, rebosante de cariño… ¡Es entrañable!

Lo mismo pasa cuando oramos: Ahí la forma cuenta, pues ese Padre al que dirigimos nuestra oración, nos ama con todas sus fuerzas, ve hasta el último rincón de nuestro corazón, y sabe de nuestras necesidades mucho antes de manifestárselas. Por tal motivo, los tonos rígidos y lejanos no están incluidos en la correcta comunicación con Dios, como lo señala Pablo en Romanos 8,15: Por este Espíritu nos dirigimos a Dios, diciendo: “¡Abbá! ¡Padre!”

Pero esa convicción de Dios como Padre no surge de la inteligencia del hombre, sino de la acción del Espíritu Santo, quien también actúa de manera prodigiosa en la oración, siempre y cuando lo invitemos. Dice Pablo en Romanos 8,26: “Porque no sabemos orar como es debido, pero el Espíritu mismo ruega a Dios por nosotros, con gemidos que no pueden expresarse con palabras. Y Dios, que examina los corazones, sabe qué es lo que el Espíritu quiere decir, porque el Espíritu ruega, conforme a la voluntad de Dios, por los del pueblo santo”.

En múltiples ocasiones nos preocupamos mucho por la formalidad de la oración e incluso tratamos de utilizar un lenguaje rebuscado para dirigirnos al Padre. Así las cosas, trabajamos la oración exclusivamente desde la forma y no desde la esencia que es, fundamentalmente, la invitación para contar con la mediación del Espíritu Santo.

Esa mediación transforma nuestras oraciones en agradables para Dios. No solo eso: el Espíritu Santo recomienda e intercede ante el Padre por nosotros. Por eso, la presencia del Espíritu en nuestras oraciones es fundamental, pues es el Consolador quien hace que nuestras oraciones realmente lleguen a su destino y cumplan con su propósito.

Entonces, con Cristo en el corazón, con la disposición para renovar nuestras vidas, actuando como hijos de Dios y con la presencia activa del Espíritu Santos en nuestras plegarias, obtenemos una oración efectiva y eficaz. ¿Y qué tan efectiva, preguntarán algunos? Pablo responde esa pregunta, con una claridad meridiana en Romanos 8,32: Si Dios no nos negó ni a su propio Hijo, sino que lo entregó a la muerte por todos nosotros, ¿cómo no habrá de darnos también, junto con su Hijo, todas las cosas?

Dios es radical: una buena oración es concedida en su totalidad, conforme a la Voluntad del Padre. Entonces, ¡Anímese! Dios está esperando que incluyamos al Espíritu Santo como parte activa de nuestras oraciones, para responder con todo su poder, con toda su misericordia y con toda su generosidad a nuestras súplicas, ya sean sueños, proyectos o necesidades… Ya lo sabemos: Dios nos dará, junto a Jesucristo, todas las cosas para brindarnos un futuro y una esperanza.

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