En el cristianismo surgen dos preguntas muy importantes: ¿Cuándo
mueras, vas al cielo o al infierno? La segunda es realmente crítica: ¿Si
Nuestro Señor regresara hoy, estarías preparado para el encuentro? Por desgracia, estas preguntas se han convertido en
lugares comunes, al punto de quedar sepultadas por la cotidianidad. Sin
embargo, hay que rescatarlas para recuperar la real dimensión que tienen
implícita.
La primera pregunta aclara el conocimiento que se tiene
de la obra de Jesucristo en la cruz. De hecho, la respuesta de ir al cielo o al
infierno depende de lo que se sepa, pero sobre todo de lo que creamos en cuanto
a la salvación. Y ahí encontramos el primer obstáculo: muchos consideran que el
destino, cielo o infierno, depende de las obras y no del amor de Dios. De
inmediato, cuando no hay seguridad en la salvación, surgen las excusas, los
pretextos y las justificaciones: ¡yo he sido bueno y no le hecho mal a nadie!
¿Y qué tan bueno has sido? ¿Cómo opera el “buenómetro” de Dios? Es la primera
noticia: ese “buenómetro” no existe en cuanto a la salvación. Todos somos
pecadores, todos somos ingratos y malvados y por consiguiente, todos estamos
destituidos.
Dios es claro: en Efesios
2:8-9 dice que somos salvos porque eso le complace y porque es la
manifestación de su amor por nosotros. También indica que el “buenómetro” no
funciona en el tema de la salvación y por lo tanto, no se trata de lo bien que nos comportamos, ni del
número de personas que ayudamos. En Su sabiduría, Dios sacó las obras de la
ecuación de la salvación, para que nadie sienta orgullo, para que a ninguno se
le ocurra humillar a otro con sus acciones y sobre todo, para que nadie se
atreva a desconocer que el único camino de salvación se abre por el sacrificio
de Nuestro Señor Jesucristo en la cruz.
La salvación,
que podemos resumir en ir al cielo, es un asunto exclusivo de la gracia de Dios
y lo que nos corresponde para ser salvos es aceptar a Cristo como nuestro Señor
y salvador, reconociendo que Él murió en la cruz por nosotros y resucitó…
Aceptar y estar convencidos de esta verdad es fe: la certeza de que Jesucristo
es el camino para ir al cielo y la convicción de que Él murió y resucitó para
que nosotros tengamos vida eterna.
Algo
importante es que la certeza y la convicción es un asunto de mente y de corazón
y no solo de palabras complacientes. Más fácil: la fe en Cristo debería poderse
demostrar en un polígrafo y al preguntarnos si creemos en el sacrificio de
Jesús, en su muerte y en su resurrección; podríamos responder tranquilamente
que sí… El polígrafo diría que estamos diciendo la verdad.
La segunda
pregunta, ¿estamos preparados para el encuentro con el Señor?, surge de 1
Tesalonicenses 4:15-17. Allí, Dios nos da a conocer que Nuestro Señor
Jesucristo descenderá del cielo para encontrarse con aquellos que durmieron en
Él y con los que estando vivos, serán arrebatados. No sé si tú o yo estemos
vivos para ese glorioso momento. Eso solo lo sabe Dios. Lo verdaderamente
importante es que pensemos en lo siguiente: si el arrebatamiento fuera hoy, en
unas horas, ¿estamos preparados para encontrarnos con Él?
Por desgracia la respuesta general es que no estamos
preparados, que no lucimos las mejores ropas de creyentes, que hay situaciones
que no hemos perdonado y que no nos hemos perdonado. De golpe, tampoco hemos
pedido perdón ni nos hemos arrepentido, ni hemos confesado los pecados ante
Nuestro Señor. ¡Ah! ¿Y cuál es la ropa de los creyentes? La integridad. El
diccionario dice que se trata de una persona recta, proba e intachable.
Pero a esto, en cristiano, hay que añadirle varias cosas.
Lo primero es que a la rectitud y al ser intachable no se
le pueden colgar falacias relativistas que son las excusas que abren la puerta
al pecado. Lo segundo es que la evidencia fundamental de la integridad es la
coherencia: si digo una cosa hoy en privado y mañana digo lo contrario en
público, estoy siendo incoherente y he renunciado, ojalá temporalmente, a la
integridad. Si estoy casado y en la oscuridad veo pornografía, no soy íntegro,
por más que trate a mi esposa con respeto y cariño.
Pero hay más: la integridad está íntimamente relacionada
con la ética y la moral, lo que incluye llamar malo a lo malo y bueno a lo
bueno para actuar en consecuencia. Asimismo, ser íntegro es cumplir con la
palabra empeñada y hasta ser puntual a la hora de acudir a una cita. Sin
embargo, la integridad también se trata de equivocarnos y arrepentirnos, de reconocer
que fallamos y somos capaces de pedir perdón.
¿Le parece mucha exigencia la integridad? No tema. A
veces resulta difícil eso de la integridad, pues estamos tratando de caminar en
el lodazal del mundo. Lo fundamental es apoyarnos en el Espíritu Santo para
evaluar las áreas en las que nuestra integridad está agrietada o sencillamente no
está presente y comenzar a trabajar, por supuesto con el Espíritu Santo, en
enderezar el camino. Lo que no deberíamos hacer es esperar hasta el último
minuto para tratar de prepararnos para el encuentro, pues si eso pasa, corremos
el riesgo de convertirnos en las vírgenes necias de las que habla Jesús en Mateo
25:10-13.
Por eso, nada
mejor que prepararnos y evaluar constantemente nuestras acciones, pensamientos
y sentimientos. Corrijamos lo que esté torcido y avancemos en la misión de ser
íntegros. Hay que estar preparados, no desde mañana… ¡desde ya!
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